Durante mi vida he tenido mis encuentros y desencuentros con el punto. En mi familia hay una larga tradición de mujeres tejedores, parece que se nos da bastante bien, así que ya mi abuela insistía en darme unas agujas del 8 (porque soy terca y aprieto fuerte el punto) y pasábamos la tarde hablando de banalidades, mientras mi bufanda era cada día más larga.
De ahí no me sacó, la pobre mujer, lo mío son las bufandas, son sencillas de hacer, no importa que te distraigas, son útiles. Pues eso, mi abuela era muy comprensiva.
Mi madre, que es pesada por naturaleza, sigue con la tradición, no puede entender que no me apasione ese maravilloso mundo, en el que compras lanas de colores y los resultados pueden ser inimaginables (y encima ecológico y reciclable). Al final sucumbí a su insistencia, más por no tener que escucharla que por otra motivación más creativa. Mi primer jersey no se pareció en nada al patrón, igual me desconté con el cuello, eso seguro, porque cuando estás haciendo estas cosas, no puedes estar hablando por teléfono o haciendo algo más complicado. En este tema, ser mujer y multifunción no sirve para nada.
Pues ahora, que está tan de moda el tricot, siento ese gusanillo que debo de tener en los genes, me apetece sentarme en el sofá, con la esterilla en la espalda (bien calentita) y hacerme una bufanda para cada una de mis chaquetas. Adoro las bufandas de lanita, grandes y esponjosas; pero me niego a semejante tortura (¿de dónde saco el tiempo?). Para que me entendáis, yo querría saber hacer esta monada.
Esta preciosidad es de
Les Copains, una de mis marcas más deseadas y que nunca tendré, porque me parecen precios prohibitivos. La conocí en Italia, es como una especie de símbolo italiano, una de sus marcas más destacadas. El tacto de sus piezas es dulce y suave, trabajan primordialmente con cachemir.